Capírulo 1: Conexión
Primera Parte: LAS PARTES DE UNA MUÑECA
Capítulo 2: ENCUENTRO
El sonido de la lluvia, y el profundo
aroma a humedad, penetraron por la ventana que Nobu había abierto. Una brisa de
agua y aire fresco que transformaba sus labores en tareas nuevas.
La Cueva
–como le llamaban ellos– era un garaje ubicado en un bulevar escondido al que sólo podían acceder unos
pocos. Ni siquiera las empresas para las que hacían sus trabajos sabían el
sitio exacto donde operaban Rei, Hayate y Nobu, grupo conocido entre los
clientes como el «Fatum[1]
Group». Los lugares en que ocurrían las transacciones y negociaciones con estas
compañías eran generalmente callejones oscuros o cafeterías dispuestas en los
rincones más alejados de la ciudad. De esa forma, la estrategia les permitía
estar a salvo del A.F.C.I.: La Agencia Federal para el Control de la
Información. O, como le llamaban en el underground:
la Agencia Fetal para Clonar Incompetentes.
Como
era normal, el primero en llegar a La
Cueva fue Hayate. Fumó el cigarrillo de todos los días, junto
a un café caliente de la dispensadora, y comenzó su rutina de preparar los
programas que Rei luego revisaría, antes de terminar los trabajos pendientes
del día anterior. Nobu apareció poco después. Grandulón, fornido y bonachón. Se
quejó por el humo, abrió las ventanas, y se ubicó en su rincón –que él llamaba
«el Taller»– para reparar, armar o mejorar la nueva generación de máquinas que
utilizaría el grupo.
Que
lloviera no era un asunto atípico. Por el contrario, lo extraño era que no
lloviera. El clima, tal como predecían los pronósticos, estaba cambiando. Los
cielos cubiertos de nubes negras era cosa de todos los días. También la lluvia
ácida, con restos de ceniza o sustancias potencialmente peligrosas para el
organismo. A Hayate y Nobu la lluvia les molestaba en sobremanera. A Rei, en
cambio, le gustaba. La lluvia lo transformaba todo en un sitio familiar. Para
decirlo con franqueza, era el único
momento en el que se sentía así. Si eso cambiara, el mundo se volvería un sitio
más hostil, oscuro y repulsivo de lo que ya le resultaba.
Más
allá de eso, el mundo era territorio enemigo.
Tierra
de Nadie.
Cuando
sucedió el primer apagón informático que padeciera La Cueva –el único explicable–,
Hayate hablaba abiertamente con Nobu acerca de algo que había leído en un foro
de noticias. Tampoco eso era nada atípico. Estaban los dos solos, Rei no había
llegado aún, y el atardecer se acercaba lentamente a sus últimos instantes de
luz. Así y todo, la noticia era de esas que no se veían a diario. Se trataba sobre
la repentina muerte de las aves en toda la ciudad. Al principio comenzó como un
hecho aislado, pero luego fue cobrando notoriedad. El sitio donde se hicieron
ver los primeros casos fue –como no podía ser de otra manera– en los parques y
templos. De pronto las aves se desplomaban sin razón alguna y fallecían entre
espasmos, como si se tratara de un extraño virus. Cuerpos emplumados empezaron
a aparecer por doquier, por lo que al principio se asoció el fenómeno a la contaminación ambiental.
Otro efecto más, para la colección. Luego, como un preludio, los cadáveres comenzaron
a surgir en cada esquina, en cada callejón, en la puerta de cada casa, en la
entrada de todo edificio a lo largo y ancho de la ciudad. Entonces comenzó un
alerta biológico que hizo a las autoridades emprender una extensa y exhaustiva
investigación para descubrir el origen de aquel mal que sólo afectaba a los
pájaros de Tokio. No se habían descubierto consecuencias en los seres humanos.
Sin embargo, a dos semanas del primer caso, se hicieron presentes las primeras
bandadas de cuervos, que volvieron a gobernarlo todo, como no ocurría desde
principios de siglo.
Tokio
siempre había sido una ciudad de cuervos, pero esta vez el fenómeno era
totalmente diferente. Se trataba de una cantidad exageradamente nueva. Venían
desde el sur, según se constató poco después. Aves negras, de afilados picos,
empezaron a hacer nido por toda la ciudad como una inusual epidemia.
Aparentemente inmunes al mal que estaba exterminando a todas las otras especies
emplumadas, dedicaban su tiempo a estar de pie en los postes de luz, los
tejados, o en las calles, donde se devoraban los cuerpos de los pájaros que
morían.
Hayate
estaba leyendo: «Aún no hay resultados que permitan sacar conclusiones claras
sobre el origen de este fenómeno, pero…», cuando todos los ordenadores de la Cueva se apagaron al mismo
tiempo, pronosticando una falla eléctrica. Eso, de momento, era poco probable.
Gracias al ingenio de Nobu habían creado diferentes redes eléctricas que
proveían a las máquinas con el potencial necesario para no depender de las
empresas de luz. De haber algún tipo de cortocircuito, automáticamente los
ordenadores serían abastecidos por aparatos específicamente programados para
dar la corriente de energía necesaria durante doce horas. Tampoco se podía
decir concretamente que los ordenadores se hubieran esencialmente «apagado».
Hayate supondría más adelante que en realidad se trataba de un falso estado de
hibernación, como le gustaba decir a él. En su lenguaje significaría que el
aparato parece apagado, pero no lo está. Era un estado común en ciertas formas
de piratería. A veces el teclado dejaba de funcionar, pero en la pantalla
alguien manipulaba todos los archivos almacenados, buscando y robando a su
antojo. Otras, aparecían códigos en letras blancas sobre un fondo azul. Había
momentos en los que incluso la computadora se bloqueaba por completo y eras
incapaz de saber lo que hacían con tu información. Hayate las conocía todas.
Sin embargo, el estado esencial de hibernación era algo que no había
experimentado nunca en carne propia. Ni siquiera sabía cómo funcionaba. No era sólo
una pantalla en negro. El aparato dejaba de emitir sonidos, y aunque intentaras
encenderlo, no respondía. Como si, efectivamente, fuera una falla eléctrica. Un
hacker de mucha experiencia calificó una vez aquel raro fenómeno que pocos eran
capaces de dominar –incluso Hayate no conocía a nadie que supiera hacerlo–: «La Falsa Muerte». Se
dice que, quien tiene el poder de hacerlo, puede entrar en un abrir y cerrar de
ojos en vastísimas redes de ordenadores sin ningún tipo de problema. Se trataba
de un virus de altísimo nivel, y hasta ahora sólo se le adjudicaba el mérito a
tres personas que fueron capaces de hacerlo: la primera, era un Hacker de nivel
7, el creador de esta nueva forma de piratería. Uno de los primeros en llegar a
su nivel de conocimiento. Pirata Informático de alta seguridad. Desapareció un
verano en que intentó entrar a la base de datos del Nonágono, sustituto del
viejo Pentágono. Tras buscarlo durante años, finalmente lo capturaron y ya
nunca más se supo nada de él. Era un tipo raro, dicen. Estaba obsesionado con
la idea de las conspiraciones entre los gobiernos del mundo. Al final, su
curiosidad fue la que lo llevó a un enigmático –pero predecible– final. El
segundo que lo logró también murió joven. Esta vez se trató del único individuo
capaz de ser considerado un Hacker Nivel 8. Era tonto llamarlo así, dado que
los niveles no pasan del 7, y el 8 no existe como número en la tabla original
creada hacía ya un par de décadas atrás. Pero este tipo había sido un puto
genio –como decía Joel, el viejo amigo de Rei–, con conocimientos que renovaron
la forma de hacer piratería. Lo asesinaron los Agentes de la Información, por
supuesto. Como al primero, lo mató su propia obsesión.
–Era adicto al
sexo y las drogas –contó el viejo Joel, más de una vez–. Algo muy normal en el
círculo donde se movía. Conoció una mujer con una frase inteligente, algún
acertijo matemático que a él le gustó, y antes de darse cuenta estaba enredado
como un ahorcado en su propia soga. Era predecible, si lo mirabas bien: Una
chica sexy con una coartada adecuada. Pero lo que le sobraba de inteligencia
por un lado, le faltaba por el otro. Nunca imaginó que la chica sacaría un arma
de su cartera y le disparara cinco tiros a quemarropa en medio de un lúgubre
dormitorio de segunda. Triste final para una leyenda.
La
tercera persona a la que se le adjudicó la «Falsa Muerte» ni siquiera se sabe
si existe. Se trata más de una leyenda urbana que de una historia real. El
Hacker 0. Se dice que es un tipo capaz de entrar donde sea sin necesidad de
utilizar si quiera un ordenador. Su leyenda es bastante exagerada, pero en los
suburbios hay cientos de historias adjudicadas a él. Una de las más comentadas
es que desde la prisión fue capaz de enviar al propio Nonágono un mensaje,
utilizando tan solo dos cables de corriente. ¿Era cierto? ¿Era basura? Nadie lo
sabía, pero tenía muy poca credibilidad. Eso seguro. Sin embargo, aquel tipo
misterioso arrastraba demasiados fans
como para contradecir su existencia.
Al principio,
cuando ocurrió el apagón en sus ordenadores, Hayate no pudo menos que pensar en
la posibilidad de que el mismísimo Hacker 0 estuviera entrando en la base de
datos de La Cueva,
pero era una idea esencialmente estúpida dado que la leyenda constaba de medio
siglo, y de ser él, tendría ya una edad muy avanzada. Lo más probable es que
hubiera muerto. Eso, claro, hablando hipotéticamente. Suponiendo que realmente
hubiera existido alguna vez. Además, era cierto que ellos trabajaban para
empresas importantes, pero ninguna de esas empresas podía tener algo interesante
para alguien como el supuesto Hacker 0. Es decir, según contaban los más
veteranos, también él creía firmemente en las conspiraciones, y era por eso que
había vivido siempre en las sombras. Así que… ¿por qué buscaría algo en los
ordenadores de un grupo de personas que no hacían más que vender información de
segunda mano a personas que la utilizaban con fines ambiciosos? Nunca habían
sido capaces de trabajar para ninguna empresa del gobierno. Al contrario: el
gobierno buscaba y capturaba a los piratas como ellos.
Pensar
en esto alertó a Hayate.
–El
gobierno –murmuró.
Y
Nobu abrió los ojos muy grandes.
–¿Crees
que ellos sean capaces de tener un conocimiento tan avanzado?
–No,
no lo creo, pero… ¿qué otra posibilidad hay?
–¿Piensas
que nos descubrieron?
Hayate
miró a su amigo. Sus ojos no parecían seguros. Ambos esperaron en silencio.
Pasaron los minutos. Nada parecía cambiar. Estaban seguros que de un momento a
otro escucharían un helicóptero inspeccionando el callejón y los pasos de los
escuadrones que llegaban a llevárselos. Pero pasaron otros minutos, y luego
otros, sin ningún cambio.
Una
eternidad.
Fue
Hayate quien reaccionó primero.
–Llamaré
a Rei –dijo. Y abrió la pestaña de su celular.
El suburbio en el que estaba
ubicada la casa de Rei era una zona tranquila a las afueras de Tokio. Se
trataba de una localidad de tamaño medio, llena de casas de aspecto decadente y
calles angostas, pero que para ella guardaban en su degradada fachada de ciudad
fantasma una extraña poesía subliminal e invariable. Su hogar era una de esas
casas, pequeña pero cómoda, donde pasaba las horas leyendo novelas de William
Gibson o preparando los programas que, junto a Hayate, utilizaría en los
encargos que realizaba. En los últimos años, esos programas se habían volcado
sobre todo en reforzar la protección de los ordenadores con los que trabajaban.
Corrían tiempos difíciles para la información. También para quienes la
manejaban.
Todos
los fines de semana, sin excepción, Rei volvía a su hogar con el roce tenue de
las últimas horas de la madrugada. Cuando la noche es más oscura. El resto de
los días su horario variaba, y sólo se ponía a manejar los sonidos del Doll−In
House si el cuerpo se lo pedía. Su tiempo lo invertía sobre todo en los
trabajos que ella y Hayate hacían juntos.
Al
regresar, siempre se sentaba en la alfombra o sobre los almohadones que había
esparcidos por toda la habitación principal de su casa, y escuchaba un álbum de
Marilyn Manson o Courtney Love. Fumaba un cigarrillo, bebía whisky, tomaba una
línea de cocaína. Observaba detenidamente los pósters que componían su
desprolija decoración y pensaba en todas las cosas que habían sido y aquellas
que aún no eran. La desesperaba darse cuenta que cada vez que su mente pasaba
de los recuerdos a los proyectos, sólo veía una profunda nebulosa en su futuro.
Hoy estaba aquí, llena de pasados, y para mañana sólo existía un limbo cargado
de niebla donde no cabían las esperanzas. A veces, cuando el ayer era tan
negro, las cosas podían resultar complicadas para los que se enfrentaban al
reto de continuar viviendo. El destino no
trata a todos por igual. Rei era un ejemplo viviente de esa simple
afirmación.
Después
de escuchar a Manson, caminaba al baño y se quitaba la ropa detenidamente.
Primero el canguro, luego la remera, y finalmente el ajustado sostén. Sus
pequeños y bonitos senos sentían alivio al salir de aquella prisión a la que
estaban sometidos, y luego quedaban allí, inertes, balanceándose según se
moviera el resto del cuerpo, apuntando con parsimonia hacia el techo. Entonces
se desprendía los pantalones de cuero y los hacía descender –al principio con
un poco de presión, luego ya sin esfuerzo– desde los muslos, atravesando las
delicadas pantorrillas, hasta los gráciles tobillos. Las bragas negras –la
mayoría de las veces eran pequeños culottes de diferentes diseños–, se
deslizaban con naturalidad a través de sus piernas y caían rendidas sobre el
pantalón. Acto seguido, los delicados pies que nadie tenía permiso de ver, se
metían en la cálida tina. Y mientras Manson era reemplazado por el álbum Exile de Geoffrey Oryema, el cuerpo
tatuado y desnudo de Rei se envolvía de agua. Agua que murmuraba soliloquios a medida
que iba sumergiéndose, como si se quejara. Entonces, el líquido la abrazaba,
acariciando cada uno de sus rincones, de sus detalles, de sus senderos. Cada
curva, cada cicatriz, cada rastro de piel era lamido por aquel lago en
miniatura donde descansaba sus sueños impasibles.
Cuando
empezaba a vibrar el sonido de Makambo,
el sexto tema del álbum de Oryema, Rei hacía mucho que vagaba en otro lugar.
Inerte, con su cabeza apoyada en el borde de la bañera, los brazos colgando
fuera de las fronteras de marmol, los senos asomando tímidamente en la
superficie… y esa sensación de ausencia atravesando las paredes del cuarto.
Tomaba la forma de la oscura voz de aquel africano saliendo de los parlantes.
Parecía compadecerse de la chica que descansaba su silencio en una tina llena
de agua caliente.
Y
el tiempo que cambia. Cambia la velocidad.
«Purifícate, Rei…», susurra la niña.
Y
Rei abre los ojos.
La
voz de la niña, de nuevo: «Purifícate. El
sitio al que vas necesita que estés completamente limpia… Completamente vacía.
Vuelca tus desgracias. Alimenta tus demonios.»
Rei
toma la hoja blanca de afeitar como las que utiliza para depilarse. Toca su
filo plateado, el liso metálico, el hueco en el medio. Saborea su presencia con
la mirada. Sus ojos claros están rodeados por un corrido delineador negro que
dibuja lágrimas oscuras rodando silenciosas por su mejilla. Algo está muriendo.
Algo está muriendo dentro de ella.
Piensa
en aquel poema que escribió cuando tenía quince, un par de años después que su
papá muriera. ¿Cómo decía? «Soy víctima
de un ocaso africano…».
¿Victima
de un ocaso africano? ¿Qué quería decir eso exactamente?
Su
madre diría –o al menos eso le dijo su padre– que la poesía, sin importar quien
la escriba, no puede ser analizada. Ni siquiera por su creador. La poesía
simplemente existía. Era el lenguaje del viento, no tenía significados... Sólo
se matizaba en rastros imprecisos de niebla.
«Soy
víctima de un ocaso africano», escribió ella… y es posible que su madre tuviera
razón al pensar que ese conjunto de metáforas indescifrables –galimatías de
pensamientos ocultos en el lado oscuro de la mente– no tuvieran traducción para
nosotros, los mortales. Sólo podíamos atinar a deleitarnos con esa cadena de
palabras adictivas y dejarla ir. No había más alternativa. Tampoco era cuestión de esforzarse demasiado, pensaba Rei. A fin de
cuenta, para ella los sentimientos eran cosas ajenas. Cosas sin sentido.
Rei
se encoge de hombros. Se quita con delicadeza las muñequeras negras que tiene
en ambas manos y frunce el rostro dolorida. Allí hay cicatrices que compensan
aquellas que ha dejado el tiempo. Algunas aún siguen sangrando.
(Aunque no tanto como las que sangran por
dentro)
Observa, callada,
la piel rojiza, los moretones sensibles que nacen en cada línea de débil
profundidad. Saborea el agridulce aroma de la sangre que impregna por un
momento su nariz. Siente el peso de quien abrirá un río polar entre sus
muñecas. Quizá… −piensa−, quizá hoy sea el día definitivo. El día final. El momento preciso en que esos
ríos sean capaces de crear un delta que encuentre el mar… No sería raro.
Fue algo que siempre estuve esperando.
Sabía que
llegaría tarde o temprano, aunque jamás había sido tan consciente de su
existencia. ¿Por qué se sentía especialmente triste, hoy? ¿Qué tenía de
especial ese día? ¿Era que todo ocurría por simple azar? ¿O se trataba, en
realidad, de una especie de clave? Se preguntó, recostada en la bañera, desnuda
y herida, a punto de abrir nuevas grietas por donde se filtraría su propia
sangre, si el día de la muerte era un día elegido por la eventualidad o
realmente algo lo tornaba único. ¿Existiría alguna señal? ¿El aire más espeso,
quizás? Notar una densidad especial en el ambiente no sería extraño. Sin
embargo, ese día, a pesar de su tristeza acentuada, no parecía haber nada que
auguraba la caída. Nada que predijera un final. Ningún muro aparecía adelante
en el camino. Aunque eso era normal… A fin de cuentas todo su trayecto estaba
bañado por un gran banco de niebla.
(Purifícate…)
Rei se puso de
pie. Caminó de regreso a la sala. No se envolvió en ninguna toalla –estaba en
su casa, después de todo–, y tampoco se preocupó por el agua que caía sobre el
piso alfombrado. Su cuerpo pálido, delgado como el de una niña, parecía
pertenecer a un espectro que vagaba entre realidades. Su espalda, tatuada con
dos gigantescas alas de ángel cerradas que nacían en sus hombros y no
terminaban sino hasta llegar a la corva, brillaba de humedad bajo la luz tenue
que resplandecía perezosamente en los cuartos de su solitario hogar, un rincón
perdido dentro del que ella era una simple sombra lanzada a las garras del
urbanismo moderno. Se sirvió otro vaso de whisky con dos hielos, y regresó a la
bañera. Colocó el vaso sobre la tapa cerrada del inodoro y encendió un
cigarrillo, con cuidado para no mojarlo. Fumó, sin despegar los ojos del techo.
Las blancas baldosas que la rodeaban parecían perfectas para una película de
horror. ¿A qué un buen director vería en ellas el sitio ideal donde tirar un
buen chorro de sangre? Sobre todo si era americano. Ellos de sangre sabían
bastante.
Y una mierda…
Terminó su
cigarrillo, y acto seguido tiró la colilla en el interior del inodoro. Bebió su
whisky, escuchó cómo Oryema dejaba de cantar y su música era reemplazada, de
nuevo, por Marilyn Manson. Empezó a vibrar los primeros acordes de Godeatgod,
la apertura del álbum Holy Wood. Cerró los ojos. Pasó mucho tiempo. Lo supo
porque estaba empezando el tema número 12 del disco cuando tomó el filo de la
pequeña navaja, y se hizo el primer corte del día en la parte inferior de una
de sus muñecas. Luego apretó los dientes. Sintió el dolor. Cerró los ojos. Se
hizo un nuevo corte. Empezaron a brotar lágrimas de sus ojos. Lamb Of God hacía eco en las
habitaciones. Con una voz desgarradora, Marilyn Manson parecía arañar el filo
mismo de la existencia, mientras insistía incansablemente con su filosofía
pesimista. Y lo peor era cuánta credibilidad escondían sus palabras.
Iba a hacerse
dos nuevos tajos antes de sumergir sus muñecas en la bañera y dejar que el agua
y la sangre se revolcaran como dos lesbianas muy putas en plena temporada de
celo, pero un sonido más allá de la voz oscura de Manson retumbó entre las
habitaciones, atropellando todos los ruidos ambientales y llegando con rebeldía
a sus oídos. Era curioso –pensó Rei–, cómo el simple vibrar de su móvil podía
simular el temblor de un terremoto si se lo proponía. A veces sencillamente se
trataba de aceptar que las cosas pasaban como ellas querían y que nosotros no
podíamos controlar nada. También eso era interesante … Saber cómo ese pequeño y
estúpido plan de una suicida en una bañera comenzaría a cobrar fuerza en el
correr de las siguientes semanas.
Miró la pantalla
externa del aparato, leyó el nombre de Hayate. Al principio sintió cierto
fastidio. Supuso que había dos cosas que a ninguna persona le gustaría que
interrumpiera nadie: Una era el sexo, por supuesto. La otra era el suicidio.
Debió pensar en eso antes, y apagar el puto móvil… aunque siempre podía no
responder. Recordó, casi por casualidad, una estadística que observó hace
muchos años atrás, cuando morir era todavía un asunto secundario –al menos de
forma consciente–, que hablaba sobre el suicidio. Japón seguía liderando la
lista de los países del primer mundo en cuanto a la taza de personas que acababan
con su propia vida –la mayoría jóvenes–, pero no era esa la estadística.
Tampoco el hecho de saber que la mayor parte de esos suicidios se debían a mal
de amores y la presión social (Rei no era víctima de ninguna de las dos cosas).
Lo que se ligaba a la historia de Rei era el apartado acerca de cómo el 90% de
los suicidas desconectaban el teléfono o apagaban el móvil en el momento de
acabar con sus vidas, como una última y valiente forma de decirle adiós al
mundo. No morían cuando el tiro les volaba los sesos. Morían cuando apagaban la
única cosa que los conectaba con el resto del planeta. La única cosa que podría
salvarlos. Si el teléfono o el móvil sonaban, sabían que no harían lo que
estaban a punto de hacer. La muerte y el sexo eran entes caprichosos. Nada
podía interrumpirlos.
Rei dejó la
navaja sobre la tapa del inodoro junto al vaso de whisky, y el filo ensució con
gotas rojas la blanca porcelana. Junto a ambos objetos, el móvil se arrastraba
murmurando maldiciones, como si cada nueva vibración fuera una tortura. Parecía
suplicarle a la chica para que se decidiera a tomar la llamada y liberarlo así
de la pesada tarea de sentir ese golpe eléctrico traspasando todo su diminuto
cuerpo de chips y conectores. Cuando Rei finalmente resolvió atender, el
aparato dejó de vibrar. Así de simple. Y entonces ella se sintió vacía y sola,
estúpida en aquel insólito cuarto de baño donde las cosas iban a su propio
ritmo. Sólo después de algunos segundos la rescató el sonido que anunciaba un
mensaje de texto, y al abrirlo –con cuidado para no mojar el aparato–, entendió
que las cosas a veces tenían una seria razón de ser. Esta vez, parecía tratarse
de un caso urgente.
El texto
simplemente decía:
«Ven a la
Cueva. Es una emergencia. Código 9.7»
Dos cosas
pasaron por la mente de Rei en ese momento. La primera fue una pregunta
sencilla: ¿Por qué Hayate insistía en escribir «Cueva» con mayúscula, aún
cuando se trataba de un mensaje de texto? ¿No le resultaba molesto?
La segunda fue
un repaso rápido por aquel fastidioso código que habían creado, ennumerando
todos los problemas a los que podían enfrentarse –desde un simple virus, hasta
la posibilidad de ser descubiertos por los Agentes de la Información–,
intentando encontrar cuál era el puto código 9.7. Sin moverse, buscó en lo
profundo de su memoria. Hayate podía ser muy exagerado cuando quería y ésta
podía no ser la excepción. Sin embargo, por mucho que su mente divagó entre
números y palabras, no descubrió nada convincente. Hasta ese momento había
estado tan inmersa en otro mundo que regresar de golpe le resultó imposible.
Así que salió de la bañera, secó su cuerpo, y se vistió con unos rajados jeans
de color negro que siempre tenían colgados una cadena en la cintura, una remera
de lycra sin mangas, un canguro la chaqueta canguro sobre ella, y las
zapatillas Topper de esas que tenían
la punta de goma blanca. Salió apresurada –tan apresurada que casi olvidó
cerrar la puerta con llave–, y corrió hasta la estación más cercana rogando
porque aún funcionaran los servicios de la noche. En aquella parte de la ciudad
los trenes dejaban de pasar temprano y no sería raro que a esa hora ya no
circulara ninguno. Sin embargo, para su alivio aún quedaban tres turnos más,
todos en un lapso de media hora entre uno y otro. El próximo llegaría en
exactamente once minutos.
Buscó en el
bolsillo un paquete de cigarrillos, pero no encontró ninguno. Se dio cuenta
entonces que lo había olvidado en la tapa del inodoro. Decidió que lo mejor
sería comprar otra cajilla en el pequeño puesto de la estación y olvidarse del
asunto. Problema resuelto. Después, sentada en una banca de la estación y
fumando el primero, volvió a pensar en el código 9.7, como si se acordara de
repente. Lo que estaba segura era que no se trataba de un problema normal. No
era algo que sucedía a diario. Los códigos de los problemas más comunes se los
sabía de memoria: 2.5, alguien intentado rastrear su línea; 4.3, dificultad
para entrar en el servidor de alguna empresa; 5.2, búsqueda de una nueva forma
de bloquear un posible acercamiento de los Agentes de la Información…
Vamos, que no
era tan difícil como parecía… ¿o sí?
Y entonces, como
por arte de magia y justo en el momento en que el tren se detenía en su
estación, se acordó del puñetero código número 9.7 y sus jodidas posibilidades.
Entendió la gravedad del asunto, y deseó con todas sus fuerzas que nada se
interpusiera en su camino antes de llegar a la Cueva para presenciar ese extraño evento. Porque
a pesar de saber que todo lo que contenían sus máquinas corría peligro, lo más
importante aún era el hecho de estar frente a un suceso que pocos tenían la
oportunidad de ver y que algunos incluso consideraban un simple mito. ¡Mierda,
pero si era un Puto Código 9.7!
Por aquella hora
no había muchas personas en los vagones. Era el punto intermedio entre el pico
del atardecer, cuando trabajadores y estudiantes volvían a sus casas como olas
de personas apretadas, y pervertidos que se dedicaban a masturbarse mentalmente
–en el mejor de los casos– mientras le tocaban el culo a alguna adolescente que
regresaba del colegio; y el pico de la medianoche en el que los jóvenes retornaban
al centro de Tokio para visitar los sitios de moda y los grandes y atestados
locales de música electrónica. Vamos, que ella sabía del asunto. Doll-In House
podía ser un sitio clandestino –a pesar de su enorme tamaño–, pero seguía
siendo uno de los lugares más visitados después del anochecer. Aunque ahora que
lo pensaba eran precisamente ésos los que tenían mejor clientela.
Sacó unos
pequeños audífonos y los conectó al reloj digital que tenía en su muñeca
izquierda, para luego pasar el cable por el interior del brazo hasta sus oídos.
Aquel viaje no duraba mucho, pero se resistía a oír el sonido metálico de
aquella hojalata, mezclado con el murmullo de los cuatro o cinco perdedores que
iban sentados en los bancos del sucio vagón. Empezó a sonar, al azar, un tema
de Manson. User Friendly, para ser
precisos. Quizás el sonido fuerte mezclado con la oscura voz del músico fueron
los responsables, pero de pronto se sintió particularmente ansiosa. Deseaba más
que nunca llegar a su destino. Podía sentir su corazón latiendo con fuerza:
Estaba excitada. Eso no ocurría a menudo. De hecho, era poco probable que algo
le produjera un entusiasmo de cualquier tipo, a excepción de las drogas o un
programa difícil de hackear. En ambos casos, descargaba su adrenalina hasta no
poder más.
En los vagones
estaba prohibido fumar, pero de todas maneras encendió un cigarrillo. Sólo un
hombre de unos cuarenta y tantos años se atrevió a recordarle que eso estaba
mal, pero al comprobar que no tenía interés alguno en seguir esa (ni cualquier otra) regla, dejó de
insistir. Entonces User Friendy, como
si pretendiera respetar el orden original del álbum, dio paso a Fundamentally Loathsome. Fue en ese momento
que a la oscuridad de los suburbios (cada vez más alejados del epicentro de la
capital) le siguió, lentamente, el color de los edificios y sus letreros
luminosos, escritos en los tres principales idiomas del mundo, cortesía de la
imponente globalización: «Compre Aquí Su Dignidad», «Ser Un Perdedor Es Malo,
Vista Ropa De Moda», «Si Tienes Granos Ella No Saldrá Contigo», «La Gordura No
Es Belleza», «Sométase A Los Más Avanzados Métodos De Cirugía Corporal». Todo
lo cual se resumía en un solo eslogan: «Danos Tu Vida, Y La Haremos Una Etiqueta,
Una Marca, Un Modelo». Y allí estaba la gigantografía de los ídolos juveniles
del momento, vistiendo la ropa de moda, y simulando una vida feliz que parecía
esperarle a todos los que siguieran sus normas. Y bajo sus cuerpos danzantes y
sus miradas eufóricas –resultado de aquella enorme droga que era la fama–, un
monumental texto multicolor parecía contener en una simple pregunta la fórmula
de la felicidad. Decía:
«¿QUIERES SER COMO ELLOS?»
A Rei todo aquel
espectáculo visual no dejaba de parecerle un chiste de mal gusto. Le repugnaba.
Lo peor era que un grupo incontrolable de personas estaban dispuestas a comprar
los mismos zapatos, las mismas bragas y hasta usar el mismo puto condón que
aquellos dos idiotas fotogénicos, con tal de ser cegados por el deslumbrante
lujo de la falsa prosperidad prometida. ¿En qué se diferenciaba una droga de
aquello? ¿Cuál era, realmente, la diferencia? Si a fin de cuentas ambas
cumplían su objetivo. Después de todo, las dos te mataban. Y allí estaban los
futuros suicidas depresivos, la audiencia elegida para el show de las adicciones,
como el mismo Marilyn Manson lo había cantado alguna vez. Su padre tenía razón
cuando se lo dijo, un invierno muy lejano de su infancia. «Las mierdas seguirán siendo mierdas». Esas fueron sus palabras. Lo
dijo como respuesta a la rebeldía que poco a poco iban transformando a la niña
Rei, en el Demonio Rei.
–Tú me odias –le
dijo–. Odias todo lo que soy… ¿Y sabes? Yo
era como tú. Quería cambiar el mundo, crear una revolución, hacer que las
cosas sean mejores. Hasta que me di cuenta que las cosas son como son. Y tú,
Rei, acabarás siendo como yo. Un día te darás cuenta que el mundo funciona de
esta forma, y punto. Los policías seguirán siendo corruptos, la ley seguirá
siendo desigual para todos, y los gobernantes preferirán quemar el dinero con
un auto nuevo y un par de putas que dárselo al pueblo para que prospere. El mundo es egoísta, Niña… Eso vino con
el paquete original. Y comienza a hacerte a la idea de que nada va a cambiarlo.
Ni tú, ni ese músico de pacotilla que escuchas, ni el propio Dios. Nada va a
cambiar al mundo, Rei. Las mierdas seguirán siendo mierdas. Aquí o en Neptuno.
«Aquí o en
Neptuno, ¿eh?», se dijo Rei. Y sonrió con ironía. Miró el cielo, o lo que
quedaba de él tras la contaminación lumínica, y profirió una pequeña risa
sarcástica. Pensó: «Mírate a ti, Papá. Mira cómo terminaste. ¿Será que todos
nos merecemos nuestro final? ¿Será que todos lo vamos creando a cada paso que
damos?». Y tras un suspiro, caló hondo una bocanada más de su cigarrillo.
«Yo era como tú. Tú acabarás siendo como yo».
Esas palabras la habían marcado. Fue una de esas cosas que le provocaron serios
problemas de identidad. Incluso hoy seguía pensando que quizás un día acabe siendo
una nueva versión de su padre. Aunque no estaba lejos de eso si lo pensaba
bien.
Cuando bajó del
tren, la ansiedad había pasado. Había sido sustituida por cierta tristeza.
Tristeza que no llegaba a ser del todo desagradable. Caminó por las aceras de la
ciudad hasta el escondido callejón donde estaba la Cueva. Lloviznaba,
y las gotas mojaban su rostro. Apenas entró en la oscura callejuela, la
ansiedad volvió, y un pequeño malestar en el pecho la arañó durante unos
instantes. Un presentimiento.
Se detuvo en la
puerta de la Cueva
y esperó. Apagó la música y se quitó los audífonos. Escuchó el sonido incesante
del agua desplomándose a su alrededor.
Se recostó a una
pared y cerró los ojos.
(Purifícate…)
Sabía que estaba
ante un momento decisivo. Ese mismo día su suerte iba a cambiar. Para bien o
para mal. Podía sentirlo. A raíz de eso se preguntó si realmente sería bueno
hacer frente a aquella situación o largarse y dejar que las cosas pasaran a su
manera. No es que le temiera a la muerte…
(tú ya estás muerta, después de todo…)
…en todo caso comprendía
que entrar pondría las cosas en otro lugar. Un lugar incluso peor que la muerte
misma. Dudar no era algo a lo que estuviera acostumbrada, y eso la llevaba a
una seria incomodidad. Allí estaba, dudando por primera vez en (su puta vida) mucho tiempo, bajo una
lluvia sin rastros de querer detenerse. Y sin embargo era lo único que no la
fastidiaba.
No supo cuánto
tiempo estuvo allí, de pie en la oscuridad. No supo cuánto tiempo las sombras
danzaron a su alrededor al filo de la noche. Sólo despertó de ese trance
silencioso y negro cuando le llegó el sonido de un aleteo, y una paloma cayó
rendida a sus pies entre un torrente de plumas desprendidas que flotaban
alrededor de su cuerpo. Luego todo pareció ir a otra velocidad. Las plumas se
movían con exagerada lentitud, y los ojos del animal y los ojos de Rei se
encontraron por un instante. La paloma emitió un pequeño ronquido (como si le hablara… como si le dijera
algo…), y a medida que lo hacía –utilizando esos restos de fuerza que
guardaba para el tramo final– el animal lánguidamente fue cayendo en su último
sueño. Un sueño profundo y sin retorno. Un sueño del que no iba a despertar.
Rei se quedó
congelada. De pie junto al ave, mirándolo, sus oídos seguían oyendo el desagradable
ronquido mucho después que cesara… mucho después que los ojos grises hubieran
dejado de observarla y se cerraran para siempre. Quizás era paranoia
(te hablaba, el ave te hablaba…)
pero el sonido
que había salido de la garganta del animal tenía un lejano parentesco con el
lenguaje de las personas. Parecía una estupidez, pero no lo era. Rei estaba
convencida que el puñetero bicho intentaba decirle algo. Se esforzaba por
hablarle. Vamos, que si esa historia la hubiera escuchado de otra persona habría
sido capaz de escupirle en la cara por mentiroso. Pero no era un cuento. No se
lo había dicho nadie. Era algo que estaba pasando justo frente a sus ojos. Era…
La puerta del
garaje se abrió. La luz del interior bañó el callejón. Cayó pesadamente sobre
el cuerpo vulnerable de Rei, cegándola. Entonces escuchó la voz de Nobu que la
llamaba desde algún lugar de esa luz.
La llamaba desde
algún lugar de esta realidad.
–Está así desde hace poco más de
una hora –le dijo Hayate.
Rei
ni siquiera asintió. Se sentó frente a uno de los ordenadores –el que le
correspondía normalmente a ella–, e intentó interferir en el proceso, fuera
cual fuera. Por supuesto, nada funcionó. Todos los códigos que colocaba eran
bloqueados, y el monitor sólo le enseñaba un profundo negro que parecía engullirse
el mundo. Una noche muy oscura en el ciberespacio. Qué ironía. Qué puta broma.
–¿No
hubo ningún cambio desde que comenzó? –preguntó, aún cuando sabía exactamente
cuál era la respuesta.
–No.
Nada.
–¿Recibiste
algún llamado desde entonces?
–Tampoco…
pero, ¿qué tiene eso que ver con…?
–¿Algún
correo al móvil? ¿Cualquier cosa?
–No.
–¿Llamaste
a alguien?
–No.
–¿Mensaje?
–No.
Bueno, a ti. Pero a nadie más.
La
chica miró a Nobu.
–¿Qué
hay de ti?
Él
negó con la cabeza.
Rei
asintió.
–Esperemos
–se limitó a decir.
–¿Seguir
esperando? ¿Ese es tu plan?
Rei
tomó la caja de cigarrillos de su bolsillo. Sacó uno, lo encendió y luego tiró
el paquete sobre la mesa, junto al teclado de su ordenador. Fumó la primera
bocanada, y mientras el humo la envolvía como un magnético campo protector que
la adoraba, la protegía y la mataba al mismo tiempo, le dirigió una fugaz
mirada a Hayate antes de regresar al negro de la plana pantalla del ordenador.
–¿Tienes
una idea mejor?
–Pensé
que tú la tendrías. Por eso te llamé.
–Me
llamaste porque es tu puto deber. Haces lo tuyo, y si algo se complica me llamas. Así de simple.
A
Hayate no le hacían gracia sus comentarios. Y mucho menos con aquella tensión
carcomiéndolo por dentro. Pero, ¿qué podía decirle? Sabía que ella era mucho
más fuerte que él si se lo proponía y no estaba en posición de discutir. Rei
era una mente poderosa, y si ella decía que lo único que podían hacer era
esperar, entonces precisamente eso sería lo que harían.
Se
dejó caer en su silla, dio un giro sobre sí mismo y se bebió de un trago el
resto de whisky que se había servido en un pequeño vaso de vidrio, donde
flotaban los transparentes restos moribundos de lo que fueron dos cubos de
hielo. A decir verdad, esperar siempre fue algo para lo que su alma impaciente
no estaba preparada. Estar sentado allí, mirando el monitor oscurecido mientras
llovía como si fuera el fin del mundo, no le gustaba nada. Lo desesperaba. Para
empeorar las cosas no tenían nada para leer. Ni un periódico, ni un libro.
Nada. Acostumbrado a sacar las noticias de internet, su comodidad se sentía
visiblemente amenazada. Al correr de los minutos la impaciencia se hacía peor,
y como supuso que efectivamente no habría ningún tipo de cambio en las
computadoras por un buen tiempo, decidió salir a buscar cigarrillos y algún
periódico para hojear. Puras escusas para despejar su cabeza que interactuaba
entre el tiempo perdido, los trabajos pendientes y la posibilidad de que
aquella pequeña broma tecnológica les costara más que su trabajo.
Salió
de la Cueva
cerca de una hora después que Rei hubiera llegado. Caminó bajo la lluvia, con
su verde cresta empapándose por el agua que caía torrencialmente y las manos en
los bolsillos de sus pantalones de cuero. Llevaba dos aros en las orejas, y un
piercing en la ceja izquierda. Al usar su acostumbrado chaleco sobre el torso
desnudo, podía vislumbrarse los dos tatuajes que se había hecho en cada brazo
(consistían en imágenes erótico−morbosas de tentáculos, ojos y mujeres
enredadas en toda esa masa uniforme y extraña), y uno que yacía sobre el
pectoral izquierdo. Éste últimos era una palabra en chino. El nombre de una
persona. Ni Rei ni Nobu sabían de quién se trataba.
Al
salir del callejón, caminó por la avenida hasta un local cercano que conocía bastante
bien. Era un sitio lúgubre, con ventanales oscurecidos y letreros de neón anunciando
películas para adultos. Entró con esa actitud particular de quien ya ha estado
allí y se dirigió entre los estantes hasta el mostrador donde un cliente adquiría
algunas películas comprimidas en archivos. Parecía avergonzado al ver que
alguien entraba justo en el momento en que compraba aquello y se apresuró en
darle el dinero al que atendía. Hayate no llegó a distinguir muchos detalles,
pero sabía que eran cintas de S&M[2],
seguro. Había pasado suficientes veces por allí como para reconocer las
etiquetas por su color. El chico, seguramente menor de edad, se guardó las
cajas en su abrigo y salió como un disparo hacia la salida, ocultando el rostro
tras la visera de su gorro. Cuando se fue, Hayate le sonrió al tipo tras el
mostrador que a su vez le devolvió el gesto, y le hizo una seña con la cabeza.
Presionó un botón bajo la caja registradora (Hayate sabía que era para sellar
la entrada del local), y desapareció en la oscuridad de la puerta que había al
otro lado.
Para
seguirlo, Hayate saltó el mostrador y se adentró en el mismo umbral que el
primero. El tipo de la barra era también punk, aunque menos excéntrico que él.
Vestía una remera negra, de lycra, y unos jeans holgados del mismo color. Tenía
una gargantilla con puntas de metal y la cabeza totalmente rapada. En su
cuello, el tatuaje de una serpiente enroscada en una «L» hablaba de sus
orígenes. Aquél viejo Clan. El chico se llamaba Tamaki. Hiroji, para Hayate, que era el único con el permiso de llamarlo
por su nombre. Tras la puerta había un largo y oscuro pasillo en donde sonaba
–lejano aún– un tema de Clash. A pesar de que Tamaki iba mucho más adelante que
él, Hayate no tenía temor alguno de perderse. Sabía exactamente a dónde iba. Ya
había hecho aquél trayecto miles de veces. Algunas apresurado, otras tranquilo.
En cada ocasión con diferentes sentimientos, emociones y estados de ánimo, pero
con la misma idea y el mismo objetivo en su cabeza. Siempre venía a ver a la
misma persona.
A
cada lado del pasillo, había algunas puertas de las que salía música. El tema
de Clash venía de una de ellas. Se dio cuenta al pasar. Primero el sonido
creció, llegó a un tope y volvió a descender a medida que se alejaba. Era el
sitio del que surgía la música con el volumen más alto. Los demás se mantenían
en un perfil un poco más bajo. Finalmente, el pasaje terminaba enfrentándose a
otro pasadizo igual de angosto y lúgubre, que se perdía hacia la izquierda y la
derecha. Tamaki, sin embargo, no tenía intención de seguir andando. Su cuarto
estaba justo al frente. De él salía el retumbar de una canción de Abingdon Boys
School. Una que Hayate conocía muy bien. Howling.
El tema preferido de Tamaki en todo el mundo. Era raro, porque ni siquiera se
trataba esencialmente de una banda del género que ambos escuchaban, pero a
pesar de todo no le desagradaba. Ahora, por ejemplo, le daba nostalgia. Le
recordaba su adolescencia. Los viejos tiempos del rock de garaje, fumando crack
y revolcándose como putas en celo. Vamos, que en ese momento no había nada para
interrumpirlos o separarlos. Podía lamer el esperma que se acumulaba en el
glande de aquel muchacho con la delicadeza y el salvajismo que sólo un
adolescente homosexual y drogadicto era capaz de hacer. El filo de lo prohibido
en ese momento los enardecía. Ahora se había vuelto un problema, pero no venía
al caso. Lo que importaba era el tiempo transcurrido. Las situaciones que
habían vivido. Pensando en ello se preguntó cómo era que las cosas habían
funcionado después de tanto tiempo. ¿Qué impidió que se separaran? O lo que es
peor: ¿Cómo no terminó ninguno de los dos muertos? Si habían consumido toda la
mejor merca del ala sur de Tokio entre ambos, y luego se embriagaban hasta la
inconsciencia; y si tantas veces los había encontrado el amanecer babeando
espuma, entre convulsiones desesperadas… o si habían estado, los dos, a punto
de caer rendidos en la oscuridad… ¿Cómo era que seguían en camino? ¿Cuándo se
habían vuelto tan fuertes?
Tamaki
entró en el cuarto y lo esperó con la puerta abierta, que cerró una vez que él
ingresó en aquel pequeño recinto. Se trataba de una habitación diminuta sin
división entre la cocina y el dormitorio. El baño era lo único que se
encontraba separado, en un cuadrado mucho más pequeño donde apenas entraban la
ducha y el inodoro. No habían ventanas al exterior, por lo que todo estaba
iluminado por una turbia luz de neón que daba al sitio una atmósfera
claustrofóbica, como la de un sótano. Para Hayate era un rincón poético. Con el
tiempo había tomado ese sentimiento hacia aquel lugar.
Tamaki
se tiró en la cama y le sonrió. Que Hayate lo visitara parecía alegrarle. Bajó
la música con el control remoto hasta hacerla sólo un susurro, y volvió a mirar
al chico, que se sentó en un pequeño banco junto al escritorio.
–Estabas
desaparecido –le dijo.
–Fue
una semana complicada −respondió Hayate.
–Sí,
lo sé. No necesitas explicarme.
Hayate
sacó un cigarrillo de su chaqueta y lo encendió.
–¿Cómo
estás?
Tamaki
miró a su alrededor y se encogió de hombros.
–Bien,
supongo. Rento películas, almuerzo, me reúno con los chicos del Sector X y
vuelvo aquí. Lo de siempre.
Sector
X era un local clandestino de rock. Hayate conocía a los chicos con los que se
reunía Tamaki. Eran un grupo de punks que no le caían bien, pero no tenía
intención de meterse con ellos. Solían molestar a todos los que se cruzaban por
su camino. Especialmente los homosexuales y las prostitutas. Por supuesto,
ninguno sabía que su querido e íntimo amigo era un marica de primera categoría.
De ser así, se les cambiarían mucho los papeles, ¿a qué sí?
–¿Sigues
almorzando en el mismo bar de aquí cerca?
El chico asintió.
–«Street Of London».
–Nunca he podido
retener ese nombre.
–Como
la canción. ¿Te acuerdas?
–Panic de los Smiths. Sí, lo recuerdo.
Tamaki
sonrió de nuevo. Tarareó un fragmento de la canción.
–¿Estarás
más disponible a partir de ahora?
–No
lo sé.
Hayate
suspiró. Fumó algunas pitadas de su cigarrillo. El otro, en la cama, volvió a
hablar, pensativo.
–Te
has distanciado mucho de mí, H.
–No
es eso…
–Sí.
Así es. Piensas que las cosas van bien, pero no van bien.
–¿Quieres
decirle a todos la verdad?
Tamaki
hizo silencio. Parecía un perro al que alguien había retado. Hayate continuó.
–Si
es eso lo que quieres, ¡adelante! ¡Vamos a ver qué cara ponen tus amigos cuando
sepan que te gusta chupar penes en tu tiempo libre! ¡Vamos! No te prives,
¡grítalo!
El
chico cerró los ojos. Hayate se dio cuenta que se había sobrepasado. Se sintió
culpable.
–Lo
siento –dijo.
La
voz de su amigo salió con una tonalidad débil. Quizás por eso le resultó mucho
más hiriente que cualquier grito o reproche.
–¿Para eso
viniste?
Lo miró a los
ojos.
–No apareces
nunca. Y cuando lo haces me gritas. ¿Es a eso a lo que viniste? No tenías con
quién descargarte y buscaste al viejo idiota de la tienda de películas porno,
¿verdad?
Hayate
permaneció en silencio, sintiéndose fatal. Por un momento realmente pensó que
el chico tenía razón. Quizá estaba demasiado tenso y fue a descargarse con él,
maldita sea.
–¿Crees que es
fácil para mí? –continuó Tamaki–. Pues, no lo es. No es fácil salir con un
grupo de machistas homofóbicos que se reúnen a violar prostitutas y mirar
pornografía, mientras yo estoy ahí, intentando escapar del puto pozo.
–¿Y por qué no
te alejas de ellos?
–¿E irme con
quién? ¿Con tus amigos? Ni siquiera los conozco. No tienes el valor de
presentarme. Para ti, sólo soy un pasatiempo con el que descargarte cuando
estás tenso. Ahora me doy cuenta que tampoco necesitas del sexo para hacerlo.
–No digas
tonterías. Conoces a Rei…
–La vi una sola
vez en mi vida.
–A Nobu lo…
–Lo veía. Pero
desde que te alejaste, ya no pertenezco a tu círculo. Vamos, Hayate. Estoy
solo. Este grupo es lo único que tengo.
–Siempre hay
sitios mejores donde meter la nariz.
–Quizás. Pero yo
no veo ninguno.
El rostro
delicado de Tamaki se nubló y su mirada azul marino se tiñó de lágrimas. Eso
acabó por romper el corazón de Hayate que hasta ese momento había intentado no
hurgar en sentimientos. El equilibrista cayó al vacío y se sentó junto a él en
la cama. Le tomó el rostro lampiño, como el de un niño, y se sintió mal por
herirlo. Lo acercó a su cuerpo. Lo abrazó.
Mucho después,
el abrazo se convirtió en un beso enardecido. Como los besos que su amiga
entregaría en el futuro a un fantasma andrógino, oculto en las inmediaciones de
un mundo cambiante. En aquel cuarto, los planos también fueron transformándose
lentamente en diferentes formas. Y mientras las paredes respiraban y
escuchaban, y mucho antes que la mano de Tamaki hurgara en el pantalón de su
compañero buscando el tieso pene que llevaría a sus labios y lamería con el
mismo ardor escondido tras sus besos, llevado por la desesperación de la espera,
Hayate lo miró a los ojos y le sonrió de esa forma encantadoramente
irresistible que lo acompañaba en cada vez que su vida parecía caer en un
simple desliz.
–No te preocupes
–le susurró–. No tengas miedo. Yo estoy aquí.
Y les ganó el
cuerpo.
Lo primero que apareció en la
pantalla negra de los ordenadores, tras unas cuatro horas de aparente
inactividad, fue un mensaje en letras verdes que quedó flotando en la oscuridad
plana de aquellos cristales por unos cuantos minutos. No era un código, ni una
frase filosófica carente de sentido. Se trataba de un simple mensaje, aunque no
parecía estar dirigido a ellos. Más bien era como si se hubieran equivocado de
dirección, acabando erróneamente en sus computadoras.
Cuando
apareció este mensaje, Hayate aún no había llegado. De hecho, el primero en
reparar en su presencia fue Nobu, que estaba sentado junto a Rei. Ella se había
puesto de pie y estaba sacando una lata de Coca Cola de una de las máquinas
expendedoras que tenían dentro del garaje, cuando el chico la llamo desde el
asiento, sin mirarla, con los ojos clavados en uno de los monitores.
–¡Rei!
–dijo–. ¡Mira esto!
Ella
tomó la roja lata bañada de fresco sudor, y se volvió hacia Nobu mientras la
abría. Allí estaba el mensaje. Una frase imperfecta en una red perfecta. Las
palabras correctas en el sitio equivocado. Punto final.
Se
volvió a sentar en su asiento y releyó varias veces el mensaje.
Decía:
«¿Hay alguien ahí?»
Rei no pudo menos que pensar y
pensar en aquellas palabras. Pasaron numerosos sentimientos por su cabeza.
Varias hipótesis. ¿El que había pirateado su red intentaba comunicarse con
ella? ¿O era que alguien estaba usando su red para comunicarse con otra
persona? Las respuestas no parecían querer hacer acto de presencia.
Exactamente
once minutos después del primer mensaje, apareció otro. Misma letra, mismo
color, bajo el primer mensaje.
«Encuéntrame en Y-o-y-o-g-i».
–¿El
viejo parque? –murmuró Nobu, extrañado–. ¿Habla del viejo parque?
Rei
se encogió de hombros. Tomó de un trago el resto de la lata de Coca Cola, y
luego la tiró en el tacho de residuos. Se puso de pie, se colocó su chaqueta.
La capucha cubrió el pelo negro que le llegaba poco más abajo de los hombros.
El
chico la observó detenidamente.
–No
pensarás ir, ¿o sí?
–¿Hay
alguna otra opción?
–¿Y
si son agentes de la A.F.C.I.?
–A.F.C.I.
mi trasero. Ellos no podrían oler la mierda ni aunque estuviera en su propio
pantalón. Aquí hay gato encerrado. Y uno gordo.
Nobu
asintió en silencio. Luego se puso de pie, con decisión.
–Te
acompaño.
Ella
lo detuvo.
–No
–dijo–. Quédate, por si hay algún cambio en los monitores. Además, Hayate
llegará en cualquier momento. No tardaré.
Los
ojos de Nobu se posaron en ella, titubeantes. Aquella mirada podía ser la más
tierna del mundo, en el cuerpo de aquél grandulón.
–No
te preocupes. –dijo Rei, e intentó poner su mejor sonrisa–. Estaré bien.
Y
salió a la noche y la lluvia.
No le tenía miedo a los Agentes de la Información. Si no
le temía a la muerte, ¿por qué debía temerles a los vivos? Realmente sabía que
las cosas podían ponerse jodidas, pero no creía que se debiera esencialmente al
gobierno y sus pretensiones. Hacía tiempo había escuchado el rumor de una
peligrosa guerra interna entre los Piratas Informáticos de todos los suburbios
de Tokio. Pero había sido un rumor que se alargó demasiado tiempo, y al no
haber ninguna respuesta a la vista que diera motivos para creerlo, descartó la
posibilidad de que algo así estuviera avecinándose. Sin embargo, los vientos
siempre podían cambiar. A veces la tormenta soplaba de una forma demasiado subliminal
como para evidenciarla.
Subió
a un tren en la siguiente estación, y aguardó a que la llevara al sitio más
cercano al antiguo parque Yoyogi. En el andén sólo había un hombre de unos
cincuenta años leyendo un periódico, un joven de pie tomado de los pasamanos, y
una chica aparentemente drogada o ebria, dormida en un rincón. El suelo, como
el de casi todos los trenes de aquella Tokio renovada, estaba lleno de sucias
hojas de diario, alguna botella rota y hasta colillas de cigarrillos. Esto
último la hizo sonreírse a sí misma, pensando en lo poco original que era su
idea de no respetar la ley sobre fumar en los vagones.
La
portada del diario que leía el hombre hablaba de una nueva droga (aparentemente
una pastilla) que producía extraños efectos en sus víctimas, y en la
contraportada la foto de un ave muerta rogaba por una explicación. Los
acontecimientos iban tomando formas realmente turbias. El mundo se está volviendo un sitio muy raro, pensó. Un nuevo giro argumental para los analistas.
Y miró hacia la ciudad empapada.
El tren no
demoró en llegar a su destino.
Después, caminó
hasta el parque.
Para ese
momento, los relámpagos ya dibujaban cicatrices luminosas en los nubarrones de
aquel cielo. La tormenta regresaba, otra vez. Regresaba para quedarse. El aroma
de la electricidad se materializaba en el aire. Al menos no corría brisa
alguna, nada de viento. El silencio se humedecía por el murmullo de la lluvia.
Cuando entró al parque, aquel sonido cambió. Los árboles −aglomerados por
doquier− hacían que las gotas tuvieran otro tono, y eso relajaba a Rei. La
nueva resonancia rápidamente la trasladó a otra realidad. Una finísima niebla
estaba a ras del suelo, como una diminuta alfombra intocable que se movía, asustadiza,
huyéndole a sus pasos a medida que avanzaba.
Con las manos en
los bolsillos, los ojos escudriñando alrededor y la capucha del canguro siempre
sobre su cabeza, llegó con paso decidido a orillas de un estanque. Aquello
parecía un campo de batalla bajo el bombardeo de la lluvia. Un constante
conjunto de ondas chocándose con frenesí. Rei se sentó a orillas de ese
estanque. Miró la superficie del agua y se dejó empapar, a su vez, acompañada
por la soledad y el frío. Comenzó a temblar, con los ojos clavados en las
sombras, y aguardó. Esclava del tiempo, tenía la esperanza de ver aparecer al
personaje anónimo entre los árboles que la rodeaba, pero eso no parecía querer
ocurrir. Por el contrario, todo auguraba una larga espera en vano, mientras los
relámpagos dibujaban figuras a su alrededor.
De niña, ese paisaje
la hubiera aterrorizado. En la pre−adolescencia le habría causado curiosidad. A
los catorce o quince años, le resultaría fascinante. Hoy sólo le parecía un
reflejo. Una parte de sí misma plasmada en imágenes que provenían de lejanas
historias de horror. Ella era el cuervo en la oscuridad. Un cuervo más, como
tantos que surcaban los nuevos cielos de la modernidad, devorándose las aves
que morían en las turbulentas calles de una Tokio de actualización continua. Había tanta paz en
aquel parque…
Era curioso cómo
cambiaba tanto la atmósfera desde el sendero de entrada al parque hasta allí,
junto a ese estanque. Era como si todo estuviera aislado del resto del mundo.
Dentro y fuera al mismo tiempo de la realidad. Ese sitio había sido testigo de
tantas cosas… Sobre todo desde la Tercera Guerra. Muchas historias se habían
tejido. Incluso el centro del estanque había cambiado ahora su antiguo
monumento –Rei no recordaba cuál era–, por la imagen de una niña que miraba con
tristeza el agua. La pintura luminosa con la que la habían diseñado era tan
realista que incluso resultaba escalofriante. No dejaba de pensar que tenía
algo de Sadako[3]. La misma atmósfera
perturbadora.
El siguiente
relámpago tomó a Rei por sorpresa.
Después, un
trueno hizo temblar el suelo bajo sus pies.
El
tinte azulado que parecía tomar la niebla y los árboles, se fusionó
transmutándose a un rojo lóbrego y profundo, pero sutil. No era fácil
descubrirlo, excepto si fijabas la mirada durante cierto tiempo. Sin embargo,
en ese entorno, se hacía más evidente. Aquel sitio ya no era el parque Yoyogi.
Era otro lugar… Pero, ¿dónde? ¿Dónde estaba?
La
lluvia seguía allí, pero era incapaz de sentirla. Tres mariposas pasaron a su
lado, flotando sobre el estanque, a ras de la superficie del agua como aviones
que aleteaban. Parecían buscar sobrevivientes a un extraño holocausto invisible
del que Rei era la principal testigo. Y las sombras, ya desde entonces, le
hablaban de tiempos oscuros que se aproximaban. Tiempos que ella no sería capaz
de controlar y mucho menos resistir. Y aunque pareciera ilógico suponerlo,
mucho antes que ese augurio flotara a su alrededor, ella había soñado con ese
extraño futuro escrito en sus brazos a través de un código basado en líneas
abiertas en su piel por una navaja que cumplía una misión para la que no fue
concebida. Quizá esa alegoría se le adaptaría perfectamente, con el pasar del
tiempo.
Un
rayo cayó en alguna parte, tras los árboles. Al norte. Probablemente sobre el
distrito de Shinjuku o Nakano. Tras la caída violenta de su deforme y
esquelético dedo luminoso, un trueno más fuerte que todos los demás retumbó con
fuerza arrolladora, haciendo que el cordón de cemento sobre el que estaba
sentada (¿Por qué no se había ubicado en
uno de los bancos del parque?) temblara con especial notoriedad. La lluvia
se hizo más fuerte entonces, para disminuir enseguida y convertirse finalmente
en una finísima cortina. Sin embargo, a Rei la espera comenzaba a irritarla, algo
que odiaba. Sobre todo cuando no sabía a quién esperaba. Hastiada, decidió que
no aguardaría por mucho más tiempo. Si no aparecía en los siguientes once
segundos, entonces…
–¿Es
usted «Rei»? –preguntó una voz a su lado.
Con
la inalterabilidad de una mente fría, ella volvió la cabeza a la figura
ensombrecida que la miraba desde la oscuridad de un sombrero de ala ancha y un
paraguas color negro.
–¿Quién
pregunta? –le respondió.
Y
el hombre esbozó una sonrisa que a Rei no le gustó nada.
Cuando era pequeña, Rei solía tener
una extraña fantasía. Aunque llamarle «fantasía»
no encuadra del todo con la complejidad que representaba aquella imagen que su
mente proyectaba en la pared de su dormitorio. En todo caso, se trataba de una
especie de visión del mundo, como si su pensamiento infantil tejiera en los
primeros destellos de su infancia una escena precisa de lo que luego sería la
vida.
Podría
decirse que la visión salía de un cuadro, y no sería erróneo. Cuando era niña,
y mucho antes que las cosas se precipitaran, su padre solía tener una pintura
de un hermoso paisaje que luego le parecería salido de algún videojuego. Lo
asociaba sobre todo con Final Fantasy,
y era curioso que ese nombre también tuviera conexión con sus emociones. En la
pintura se veía este paisaje pseudo−tridimensional donde montañas se perdían en
el horizonte, y flotaba una isla de tierra sobre el valle, alrededor de la que
extraños artefactos diseñados por el pintor, flotaban como abejas en torno a
una colmena. En la parte inferior, un lago de agua cristalina parecía
permanecer tranquilo, como un gigantesco espejo ubicado estratégicamente bajo
la isla que levitaba. El cielo estaba despejado, pero más allá de aquel ocaso
que bañaba el paisaje, nubarrones extraños empañaban el filo del horizonte
donde el sol pronto se ocultaría. A ella le encantaba el color anaranjado que
se reflejaba en el metal de los artefactos que volaban alrededor de la colmena
–así le llamaría a la isla de tierra que flotaba sobre el valle–, o las aves
que aleteaban pausadamente hacia el infinito. La paz que ese cuadro le
transmitía con el tiempo se acentuaría. Se imaginaba a sí misma, de pie sobre
el prado mientras el viento movía su vestido y su pelo, con los ojos clavados
en la isla que permanecía suspendida en el aire, buscando indicios de una vida
mejor.
Sobre
aquel pedazo de tierra que flotaba había una ciudad. Una ciudad ultramoderna,
limpia y tan enorme que las personas parecían hormigas. Era hermoso verlas
allí, diminutas en aquella gigantesca metrópoli. Parecían tan felices… Todas
unidas entre sí por un mismo hábitat. Un gran hormiguero de personas sin
problemas. Sin diferencias. Sin razones. Pensando lo mismo.
Rei
quería llegar a ese lugar. Ese era su deseo. Mientras su padre insistía en que
–por supuesto– el lugar en el cuadro no existía, sino que era parte de la
imaginación del autor –alguien llamado Masahiro Nojima–, ella diseñaba extraños
mapas que nadie era capaz de entender del todo, para llegar al paisaje
preciosista y mágico que se mostraba en aquella lámina. Esa idea extraña de
viajar a ese sitio del que sólo tenía una pintura creada con un talento
formidable, la acompañó hasta la pre−adolescencia, cuando cambiara las muñecas
por somníferos, y a Hitomi Yaida por Marilyn Manson. Las memorias perdidas de
aquella época se mezclaban y superponían como las capas rotas de una gran
cebolla que apestaba en su interior, y la trasladaban a los estados más
sublimes. A menudo se preguntaba qué sería lo que escondían esas imágenes,
cuando la observaban directamente a los ojos desde el pasado. ¿Qué mensaje
traían? ¿Cuál era su moraleja, después de todo?
–Que
todo lo bonito, siempre acaba en algo feo –pensó en voz alta.
Y
Hayate la miraría, pensativo, buscando quizá reconocer si aquello lo había
dicho o era otro de los efectos de la droga.
–El
objetivo es lo bueno, no lo malo –murmuró Nobu.
–Cuando
venga lo bueno despiértame, ¿sí? –le
respondió Rei, y se recostó en el sofá.
Se
dio vuelta, con el rostro hacia el respaldo del asiento. Cerró los ojos, y
volvió a pensar en el paisaje de aquel cuadro.
–La
moraleja es que todas las niñas buenas van al Cielo, sí. Pero sólo las que
mueren a tiempo de no cagar su reputación. Las demás, las que crecemos a pesar
de todo, terminaremos siendo perras que se quemarán en el infierno.
–No
digas eso, Rei… –intentó decir Hayate. Pero la chica lo volvió a interrumpir.
–Ningún
adulto va al Cielo. Dalo por seguro.
–Como
si creyeras en esa basura del Cielo y el Infierno.
–Hablo
hipotéticamente, idiota. Si existiera, ningún adulto iría a él. Todos nos vamos
al infierno. Por eso lo mejor es morir joven.
–Morir
joven –repitió Nobu.
Y
Hayate negó con la cabeza.
–Qué
ideas tienes. Si hay que morir joven, ¿por qué no te suicidas y ya?
–A
mí no me preocupa el Cielo. Lo que yo quiero es mi lugar abajo.
Hayate
rió a carcajadas, y de la boca le salió una bocanada de aquella droga
vietnamita que había probado hacía apenas unas semanas, y que hasta ahora
seguía sin descubrirle toda la variedad de efectos que contenía.
–Te lo ganaste,
no te preocupes –dijo, entre risas.
Sin
cambiar de posición, Rei se limitó a levantar su brazo y enseñarle el dedo
medio.
La imagen del cuadro también llegó
a su mente mientras caminaba a orillas del estanque, en el interior de la
versión alternativa del parque Yoyogi; el sitio que no parecía ser el mismo que
veía a diario. El Hombre del Traje Gris sostenía el paraguas y ella seguía con
las manos en los bolsillos. Cuanto más cerca estaba de él, más sentía su
extraordinaria altura. Y si no fuera por su acento y los ojos rasgados, habría
jurado que era extranjero.
–Mi
nombre no importa –dijo el tipo–. Estoy aquí por negocios.
–¿Trabajas
para una empresa?
–Oh,
no, no. Trabajo para un grupo de
empresas.
–Un grupo de empresas –repitió Rei.
–Así
es. Un grupo de empresas. No todas de Japón, hay algunas extranjeras también.
Necesitamos ayuda de ustedes, los del underground.
–¿Qué
tipo de ayuda pueden necesitar un conjunto de empresas de nosotros, los pobres
marginados de la periferia? –preguntó ella, con sarcasmo.
–Vamos,
que todo el tiempo las grandes corporaciones recurren a ustedes. ¿O vas a
negármelo?
La
chica pensó durante un instante.
–Hay
algo que no me cierra. Nunca vino a nosotros una empresa internacional, ni un
conjunto de empresas. Hasta ahora sucedía lo contrario: siempre eran compañías
individualistas, que detestaban a las demás. ¿Por qué se juntaron éstas?
–Son
socias entre sí.
–Sí,
claro. Como Pepsi y Coca Cola.
–Sé
que hay pocas empresas que se asocian entre ellas, pero este es un caso
excepcional. No son cualquier empresa.
–¿Y
de qué va ese grupo? ¿Qué es lo que fabrican?
–Eso
lo sabrás a su tiempo. Ahora queremos saber si vas a colaborar con nosotros.
Por el dinero no te preocupes. Lo que debamos pagar, lo pagaremos.
Rei
se encogió de hombros.
–Lo
pensaré… Aunque supongo que si hay dinero, hay trabajo. Pero te advierto que no
hago nada a ciegas. Antes de comenzar a hacer el operativo, necesitaré toda la
información posible sobre cada una de las sociedades involucradas en el
proyecto, ¿entendido?
–De
acuerdo.
–¿Cuántos
países están interesados en este trabajo?
–Once
en total, pero sólo tres están al tanto.
–¿Cuáles
son esos tres?
–Una
de las sucursales se encuentra en Nueva York. Otra en Londres. La última aquí,
en Tokio. También tenemos una cuarta, aunque esto no lo saben todos, que está
en Seúl.
–Es
decir que son cuatro los países enterados.
–No,
no. Es que, verás, no hablamos esencialmente de sitios geográficos. Hablamos de
otra cosa. Pero ya te enterarás más
adelante.
Rei
asintió. Se detuvieron en el siguiente sendero, y se ubicaron en uno de los
bancos que bordeaban el agua, ahora de una tonalidad rojiza –quizá producto de
las luces de la ciudad. Ella sacó un cigarrillo, y antes que fuera a
encenderlo, el Hombre del Traje Gris le ofreció fuego. Ella hizo a un lado la
mecha encendida, y prendió el cilindro de papel por sí misma, con su propio
encendedor.
–¿Cuál
es el trabajo?
El
hombre sonrió.
–Verás,
se trata de entrar en una red. Una red a la que nadie ha entrado jamás.
–Ajá.
–Ya
sabes que la red internacional de computadoras no es la única. Existen tres
niveles alternativos de Internet. Pero la que yo quiero piratear está separada
de cualquiera de ellas. Es una red paralela… ¿Me sigues?
–Eso
creo.
–Esta
red es igual de enorme (quizá aún más grande) que los modelos de internet que
conocemos. Sin embargo, en su interior suelen moverse datos mucho más
importantes que cualquier dato que almacenemos incluso en la Red Pirata.
–No
entiendo cómo es que nunca escuché hablar de esa supuesta red.
–Nadie
escuchó. Es una conexión utilizada sólo con fines militares.
–Es
decir que la utilizan los gobiernos.
–Algo
así.
Rei
miró el reflejo de la ciudad en la superficie cristalizada y tranquila del
estanque. Había dejado de llover, y ahora los edificios se dibujaban brillantes
en el espejo acuático de aquel pequeño lago. De nuevo, tres mariposas pasaron
flotando sobre ese microuniverso de agua, buscando sobrevivientes. Sus alas
brillaban en la oscuridad.
–Es
un trabajo peligroso. Ustedes quieren entrar en una red distinta. Están
desafiándome a ingresar en un lugar codificado de una forma que no soy capaz de
imaginar. No estoy preparada para hacer algo así. Ni siquiera sé qué tipos de
amenazas informáticas existen, o de qué manera podrían rastrearme. Es como ir a
la guerra completamente desnuda.
–No
te preocupes. Esas cosas las sabrás. Te informaremos de todo eso a su tiempo.
–¿Para
qué quieren entrar en esta red? ¿Qué buscan?
–También
eso es confidencial.
–No
me lo dirán.
–Me
temo que no. Sólo eres un peón, entiende eso. Harás el trabajo, nos darás la
información, te pagamos, y asunto arreglado. ¿Está bien?
Rei
asintió.
–Es
un buen trato. Pensándolo bien, no me interesa involucrarme demasiado.
–Sabía
que pensarías así. Todos los hackers piensan así.
–Lo
sé. Somos putas. Venimos, hacemos el trabajo, cobramos y nos vamos. ¿Qué
importa quién era el tipo en la cama? Lo que importa es el dinero, ¿cierto?
–Cierto.
Rei
fumó una nueva pitada de su cigarrillo.
–Hay
muchos que matarían por saber de esta red.
–Precisamente
por eso te pagaremos bien. Para que mantengas la boca cerrada.
–No
se preocupe. Hablar no es lo mío.
–Mejor.
Se
puso de pie.
–Ahora
debo irme.
–Está
bien. También yo.
–La
próxima vez llámeme. Esta semana, mi móvil es…
–No
te preocupes, ya lo sabemos.
–¿Cómo
lo saben?
–Digamos
que también tenemos nuestras conexiones.
–De
acuerdo. Pero no vuelva a interferir en mis aparatos. Odio que interrumpan mi
trabajo.
–¿Tus
aparatos?
–Ustedes
entraron en mi red de ordenadores…
–Nosotros
te encontramos a través de tu móvil. Lo rastreamos.
–¿Ustedes
qué?
–Sí,
también podemos hacer eso. Pero no tocamos tus ordenadores. Si tuviéramos el
conocimiento para hacerlo, entonces no te contrataríamos, ¿no crees?
Rei
asintió, pensativa.
–Entonces…
¿quién me mandó esos extraños mensajes? –se preguntó en voz alta.
–¿Qué
mensajes? –preguntó el Hombre del Traje Gris.
Y
luego, como si se le ocurriera de pronto
(Rei, ¿cuando acabarás con tus inesperadas
decisiones viscerales?)
dijo
con voz firme:
–En
ese lugar, supongo que no tengo ninguna razón para estar aquí, o si quiera
trabajar con ustedes.
(mal asunto, mal asunto)
El
Hombre del Traje Gris, por primera vez, se mostró asombrado. Casi hostil.
–¿Y
eso por qué?
–No
me gusta su…
Iba
a decir algo más, pero su impulso se frenó mucho antes que las palabras
llegaran a su boca. En un reflejo automático, como si alguien le hubiera
advertido, clavó la vista en uno de los senderos de la arbolada, donde una
figura de pie estaba observándolos.
Se
puso a andar. Corrió a toda velocidad detrás de aquella sombra huidiza, que
avanzó rápida hasta salir a la calle. Su gabardina negra flotaba como una capa
en la noche. Irrumpió en la avenida, la cruzó, y dobló a través de un viejo pasadizo.
Rei la siguió lo más que pudo, pero fue en vano. La perdió en el siguiente
callejón sin salida. A su alrededor, sólo había tachos de basura, la tapa
sellada de una alcantarilla, a través de la que emergía un vapor maloliente, y
algunos cuervos que se comían los restos de alimentos que había tirado un
restaurante cercano.
Cansada,
enojada, curiosa… llena de emociones y preguntas sin ninguna respuesta, se
quedó de pie en la oscuridad, aguardando una señal que nunca llegó.
Mucho
después que se fuera, cuando el callejón estuvo vacío de nuevo, las sombras
cobraron vida. Tomaron una forma, casi por azar. Una silueta humana que desapareció a través
de las calles desiertas, bajo una nueva lluvia torrencial.
Oscuro,
pensativo, anónimo.
Su
gabardina negra flotando como una capa.
Mientras la
ciudad duerme su sueño inmensurable, él yace en la oscuridad de un cuarto
vacío. Las paredes llenas de garabatos y frases. Mensajes encontrados en un
escenario apocalíptico. Las pesadillas de todas las personas que pasaron por aquí.
Una habitación con sólo un par de ventanas, tras los cuales se desatan imágenes
cargadas de hipnóticos presagios.
Recostado en el suelo y desnudo, se
retuerce. Su pálido cuerpo cilíndrico parece danzar en las sombras, mientras
las luces externas lo iluminan de a momentos, como si se trataran de relámpagos
que pasan y echan un vistazo al interior de aquel negro recinto. Su cabeza
calva brilla en las sombras, pero su rostro aún no tiene ojos. Ni boca. Ni
nariz. Es apenas una larva. No tiene nada para ofrecer. Su vulnerabilidad y su
fragilidad no le sirven de escudo.
Todavía no hay rastros de mucosidad…
pero sabe que sigue siendo repugnante a los ojos de cualquier persona. Siempre
será así.
Es tan prematuro, que ni siquiera ha
escuchado la Voz aún.
Pero eso, claro, no demorará en suceder. Ese instinto ya flota en el aire,
aunque no haya mostrado acto de presencia. Flota y seguirá flotando por mucho
tiempo. Acompañará al niño mientras viva.
Detrás de la ventana, se produce una
diversidad de imágenes. Como un zapping multidimensional. Primero las cúpulas
de una ciudad, un valle desértico, el océano. Después un bosque, un cuarto,
personas hablando.
Un hombre pasándole drogas a otro.
Una pareja consumiéndose en una
cama.
La colegiala acosada en un callejón.
No escapará esta vez.
Un tipo de traje gris sentado frente
a un ordenador…
…una chica en la bañera, cortándose
las venas.
Y las delimitadoras líneas en las
muñecas le sonríen al niño que se retuerce en el cuarto. Las heridas nuevas, y
las viejas cicatrices, le sonríen como bocas desdentadas.
Y el niño les devuelve la sonrisa.
El niño ha encontrado su presa.
Ha llegado el tiempo de las cosas
amargas.